PEDRO ANTONIO DE ALARCÓN
"EL CLAVO". LECTURAS cap 1 y 2.
CUENTOS AMATORIOS (1881),
seguimos publicación de la “Biblioteca Virtual Cervantes”
El número 1
Lo que más ardientemente desea todo el que pone el pie en el estribo de una diligencia para emprender un largo viaje, es que los compañeros de departamento que le toquen en suerte sean de amena conversación y tengan sus mismos gustos, sus mismos vicios, pocas impertinencias, buena educación y una franqueza que no raye en familiaridad. Porque, como ya han dicho y demostrado Larra, Kock, Soulié y otros escritores de costumbres, es asunto muy serio esa improvisada e íntima reunión de dos o más personas, que nunca se han visto ni quizás han de volver a verse sobre la tierra, y destinadas, sin embargo, por un capricho del azar, a codearse dos o tres días, a almorzar, comer y cenar juntas, a dormir una encima de otra, a manifestarse, en fin, recíprocamente con ese abandono y confianza que no concedemos ni aun a nuestros mayores amigos; esto es, con los hábitos y flaquezas de casa y de familia
Al abrir la portezuela acuden tumultuosos temores a la imaginación. Una vieja con asma, un fumador de mal tabaco, una fea que no tolere el humo del bueno, una nodriza que se maree de ir en carruaje, angelitos que lloren y demás, un hombre grave que ronque, una venerable matrona que ocupe asiento y medio, un inglés que no hable el español (supongo que vosotros no habláis el inglés), tales son, entre otros, los tipos que teméis encontrar.
Alguna vez acariciáis la dulce esperanza de hallaros con una hermosa compañera de viaje; por ejemplo, con una viudita de veinte a treinta años (y aun de treinta y seis), con quien sobrellevará medias las molestias del camino; pero no bien os ha sonreído esta idea, cuando os apresuráis a desecharla melancólicamente, considerando que tal ventura sería demasiada para un simple mortal en este valle de lágrimas y despropósitos.
Con tan amargos recelos ponía yo el pie en el estribo de la berlina de la diligencia de Granada a Málaga, a las once menos cinco minutos de una noche del otoño de 1844; noche obscura y tempestuosa por más señas. Al penetrar en el coche, con el billete número 2 en el bolsillo, mi primer pensamiento fue saludar a aquel incógnito número 1 que me traía inquieto antes de serme conocido.
Es de advertir que el tercer asiento de la berlina no estaba tomado, según confesión del mayoral en jefe. -¡Buenas noches! -dije, no bien me senté, enfilando la voz hacia el rincón en que suponía a mi compañero de jaula.
Un silencio tan profundo como la obscuridad reinante siguió a mis buenas noches.
- ¡Diantre! (pensé): ¿si será sordo... o sorda mi epiceno cofrade? Y, alzando más la voz, repetí: -¡Buenas noches! Igual silencio sucedió a mi segunda salutación. -¿Si será mudo? -me dije entonces.
A todo esto, la diligencia había echado a andar, digo, a correr, arrastrada por diez briosos caballos. Mi perplejidad subía de punto. -¿Con quién iba? ¿Con un varón? ¿Con una hembra? ¿Con una vieja? ¿Con una joven? - ¿Quién, quién era aquel silencioso número 1? Y, fuera quien fuese, ¿por qué callaba? ¿Por qué no respondía a mi saludo? -¿Estaría ebrio? ¿Se habría dormido? ¿Se habría muerto? ¿Sería un ladrón?...
Era cosa de encender luz. Pero yo no fumaba entonces, y no tenía fósforos... ¿Qué hacer? Por aquí iba en mis reflexiones, cuando se me ocurrió apelar al sentido del tacto, pues que tan ineficaces eran el de la vista y el del oído...
Con más tiento, pues, que emplea un pobre diablo para robarnos el pañuelo en la Puerta del Sol, extendí la mano derecha hacia aquel ángulo del coche. Mi dorado deseo era tropezar con una falda de seda, o de lana, y aun de percal... Avancé, pues... ¡Nada! Avancé más; extendí todo el brazo... ¡Nada! Avancé de nuevo; palpé con entera resolución, en un lado, en otro, en los cuatro rincones, debajo de los asientos, en las correas del techo ¡Nada..., nada!
En este momento brilló un relámpago (ya he dicho que había tempestad), y a su luz sulfúrea vi ¡que iba completamente solo! Solté una carcajada, burlándome de mí mismo, y precisamente en aquel instante se detuvo la diligencia. Estábamos en el primer relevo. Ya me disponía a preguntarle al mayoral por el viajero que faltaba, cuando se abrió la portezuela, y, a la luz de un farol que llevaba el zagal, vi... ¡Me pareció un sueño lo que vi! Vi poner el pie en el estribo de la berlina (¡de mi departamento!) a una hermosísima mujer, joven, elegante, pálida, sola, vestida de luto... Era el número 1; era mi antes epiceno compañero de viaje; era la viuda de mis esperanzas; era la realización del sueño que apenas había osado concebir; era el non plus ultra de mis ilusiones de viajero ¡Era ella! Quiero decir: había de ser ella con el tiempo.
II – Escaramuzas
Luego que hube dado la mano a la desconocida para ayudarla a subir, y que ella tomó asiento a mi lado, murmurando un «Gracias...Buenas noches...» que me llegó al corazón, ocurrióseme esta idea tristísima y desgarradora: -¡De aquí a Málaga sólo hay diez y ocho leguas! ¡Que no fuéramos a la península de Kamtchatka!
Entretanto se cerró la portezuela y quedamos a obscuras. Esto significaba ¡no verla! Yo pedía relámpagos al cielo, como el Alfonso Munio de la señora Avellaneda, cuando dice: ¡Horrible tempestad, mándame un rayo! Pero ¡oh dolor! la tormenta se retiraba ya hacia el Mediodía. Y no era lo peor no verla, sino que el aire severo y triste de la gentil señora me había impuesto de tal modo, que no me atrevía a cosa ninguna...
Sin embargo, pasados algunos minutos, le hice aquellas primeras preguntas y observaciones de cajón, que establecen poco a poco cierta intimidad entre los viajeros:
-¿Va V. bien? -¿Se dirige V. a Málaga? -¿Le ha gustado a V. la Alhambra? -¿Viene V. de Granada? -¡Está la noche húmeda!
A lo que respondió ella: -Gracias. -Sí. -No, señor. -¡Oh! -¡Pchis!
Seguramente mi compañera de viaje tenía poca gana de conversación. Dediqueme, pues, a coordinar mejores preguntas, y, viendo que no se me ocurrían, me puse a reflexionar. ¿Por qué había subido aquella mujer en el primer relevo de tiro, y no desde Granada? ¿Era casada? ¿Era viuda? ¿Era...? ¿Y su tristeza? ¿Por qué causa?
Sin ser indiscreto no podía hallar la solución de estas cuestiones, y la viajera me gustaba demasiado para que yo corriese el riesgo de parecerle un hombre vulgar dirigiéndole necias preguntas. ¡Cómo deseaba que amaneciera! De día se habla con justificada libertad..., mientras que la conversación a obscuras tiene algo de tacto, va derecha al bulto, es un abuso de confianza... La desconocida no durmió en toda la noche, según deduje de su respiración y de los suspiros que lanzaba de vez en cuando... Creo inútil decir que yo tampoco pude coger el sueño.
-¿Está V. indispuesta? -le pregunté una de las veces que se quejó.
-No, señor; gracias. Ruego a V. que se duerma descuidado -respondió con seria afabilidad.
-¡Dormirme!- exclamé.
Luego añadí: -Creí que padecía V...
-¡Oh! no..., no padezco -murmuró blandamente, pero con un acento en que llegué a percibir cierta amargura.
El resto de la noche no dio de sí más que breves diálogos como el anterior. Amaneció al fin... ¡Qué hermosa era! Pero ¡qué sello de dolor sobre su frente! ¡Qué lúgubre obscuridad en sus bellos ojos! ¡Qué trágica expresión en todo su semblante! Algo muy triste había en el fondo de su alma.
Y, sin embargo, no era una de aquellas mujeres excepcionales, extravagantes, de corte romántico, que viven fuera del mundo devorando algún pesar o representando alguna tragedia... Era una mujer a la moda, una elegante mujer, de porte distinguido, cuya menor palabra dejaba traslucir una de esas reinas de la conversación y del buen gusto, que tienen por trono una butaca de su gabinete, una carretela en el Prado, o un palco en la ópera; pero que callan fuera de su elemento, o sea fuera del círculo de sus iguales.
Con la llegada del día se alegró algo la encantadora viajera, y ya consistiese en que mi circunspección de toda la noche y la gravedad de mi fisonomía le inspirasen buena idea de mi persona, ya en que quisiera recompensar al hombre a quien no había dejado dormir, fue el caso que inició a su vez las cuestiones de ordenanza: -¿Dónde va V.? -¡Va a hacer buen día! -¡Qué hermoso paisaje!
A lo que yo contesté más extensamente que ella me había contestado a mí. Almorzamos en Colmenar. Los viajeros del interior y de la rotonda eran personas poco tratables. Mi compañera se redujo a hablar conmigo. Excusado es decir que yo estuve enteramente consagrado a ella y que la atendí en la mesa como a una persona real.
De vuelta en el coche, nos tratábamos ya con alguna confianza. En la mesa habíamos hablado de Madrid, y hablar bien de Madrid a una madrileña que se halla lejos de la corte, es la mejor de las recomendaciones. ¡Porque nada es tan seductor como Madrid perdido!
¡Ahora o nunca, Felipe (me dije entonces). -Quedan ocho leguas Abordemos la cuestión amorosa...