CUENTOS
AMATORIOS (1881),
seguimos publicación de la
“Biblioteca Virtual Cervantes”
El
número 1
Lo
que más ardientemente desea todo el que pone el pie en el estribo de
una diligencia para emprender un largo viaje, es que los compañeros
de departamento que le toquen en suerte sean de amena conversación y
tengan sus mismos gustos, sus mismos vicios, pocas impertinencias,
buena educación y una franqueza que no raye en familiaridad. Porque,
como ya han dicho y demostrado Larra, Kock, Soulié y otros
escritores de costumbres, es asunto muy serio esa improvisada e
íntima reunión de dos o más personas, que nunca se han visto ni
quizás han de volver a verse sobre la tierra, y destinadas, sin
embargo, por un capricho del azar, a codearse dos o tres días, a
almorzar, comer y cenar juntas, a dormir una encima de otra, a
manifestarse, en fin, recíprocamente con ese abandono y confianza
que no concedemos ni aun a nuestros mayores amigos; esto es, con los
hábitos y flaquezas de casa y de familia
Al
abrir la portezuela acuden tumultuosos temores a la imaginación. Una
vieja con asma, un fumador de mal tabaco, una fea que no tolere el
humo del bueno, una nodriza que se maree de ir en carruaje, angelitos
que lloren y demás, un hombre grave que ronque, una venerable
matrona que ocupe asiento y medio, un inglés que no hable el español
(supongo que vosotros no habláis el inglés), tales son, entre
otros, los tipos que teméis encontrar.
Alguna
vez acariciáis la dulce esperanza de hallaros con una hermosa
compañera de viaje; por ejemplo, con una viudita de veinte a treinta
años (y aun de treinta y seis), con quien sobrellevará medias las
molestias del camino; pero no bien os ha sonreído esta idea, cuando
os apresuráis a desecharla melancólicamente, considerando que tal
ventura sería demasiada para un simple mortal en este valle de
lágrimas y despropósitos.
Con
tan amargos recelos ponía yo el pie en el estribo de la berlina de
la diligencia de Granada a Málaga, a las once menos cinco minutos de
una noche del otoño de 1844; noche obscura y tempestuosa por más
señas. Al penetrar en el coche, con el billete número 2 en el
bolsillo, mi primer pensamiento fue saludar a aquel incógnito número
1 que me traía inquieto antes de serme conocido.
Es
de advertir que el tercer asiento de la berlina no estaba tomado,
según confesión del mayoral en jefe. -¡Buenas noches! -dije, no
bien me senté, enfilando la voz hacia el rincón en que suponía a
mi compañero de jaula.
Un
silencio tan profundo como la obscuridad reinante siguió a mis
buenas noches.
-
¡Diantre! (pensé): ¿si será sordo... o sorda mi epiceno cofrade?
Y, alzando más la voz, repetí: -¡Buenas noches! Igual silencio
sucedió a mi segunda salutación. -¿Si será mudo? -me dije
entonces.
A
todo esto, la diligencia había echado a andar, digo, a correr,
arrastrada por diez briosos caballos. Mi perplejidad subía de punto.
-¿Con quién iba? ¿Con un varón? ¿Con una hembra? ¿Con una
vieja? ¿Con una joven? - ¿Quién, quién era aquel silencioso
número 1? Y, fuera quien fuese, ¿por qué callaba? ¿Por qué no
respondía a mi saludo? -¿Estaría ebrio? ¿Se habría dormido? ¿Se
habría muerto? ¿Sería un ladrón?...
Era
cosa de encender luz. Pero yo no fumaba entonces, y no tenía
fósforos... ¿Qué hacer? Por aquí iba en mis reflexiones, cuando
se me ocurrió apelar al sentido del tacto, pues que tan ineficaces
eran el de la vista y el del oído...
Con
más tiento, pues, que emplea un pobre diablo para robarnos el
pañuelo en la Puerta del Sol, extendí la mano derecha hacia aquel
ángulo del coche. Mi dorado deseo era tropezar con una falda de
seda, o de lana, y aun de percal... Avancé, pues... ¡Nada! Avancé
más; extendí todo el brazo... ¡Nada! Avancé de nuevo; palpé con
entera resolución, en un lado, en otro, en los cuatro rincones,
debajo de los asientos, en las correas del techo ¡Nada..., nada!
En
este momento brilló un relámpago (ya he dicho que había
tempestad), y a su luz sulfúrea vi ¡que iba completamente solo!
Solté una carcajada, burlándome de mí mismo, y precisamente en
aquel instante se detuvo la diligencia. Estábamos en el primer
relevo. Ya me disponía a preguntarle al mayoral por el viajero que
faltaba, cuando se abrió la portezuela, y, a la luz de un farol que
llevaba el zagal, vi... ¡Me pareció un sueño lo que vi! Vi poner
el pie en el estribo de la berlina (¡de mi departamento!) a una
hermosísima mujer, joven, elegante, pálida, sola, vestida de
luto... Era el número 1; era mi antes epiceno compañero de viaje;
era la viuda de mis esperanzas; era la realización del sueño que
apenas había osado concebir; era el non plus ultra de mis ilusiones
de viajero ¡Era ella! Quiero decir: había de ser ella con el
tiempo.
II
– Escaramuzas
Luego
que hube dado la mano a la desconocida para ayudarla a subir, y que
ella tomó asiento a mi lado, murmurando un «Gracias...Buenas
noches...» que me llegó al corazón, ocurrióseme esta idea
tristísima y desgarradora: -¡De aquí a Málaga sólo hay diez y
ocho leguas! ¡Que no fuéramos a la península de Kamtchatka!
Entretanto
se cerró la portezuela y quedamos a obscuras. Esto significaba ¡no
verla! Yo pedía relámpagos al cielo, como el Alfonso Munio de la
señora Avellaneda, cuando dice: ¡Horrible tempestad, mándame un
rayo! Pero ¡oh dolor! la tormenta se retiraba ya hacia el Mediodía.
Y no era lo peor no verla, sino que el aire severo y triste de la
gentil señora me había impuesto de tal modo, que no me atrevía a
cosa ninguna...
Sin
embargo, pasados algunos minutos, le hice aquellas primeras preguntas
y observaciones de cajón, que establecen poco a poco cierta
intimidad entre los viajeros:
-¿Va
V. bien? -¿Se dirige V. a Málaga? -¿Le ha gustado a V. la
Alhambra? -¿Viene V. de Granada? -¡Está la noche húmeda!
A
lo que respondió ella: -Gracias. -Sí. -No, señor. -¡Oh! -¡Pchis!
Seguramente
mi compañera de viaje tenía poca gana de conversación. Dediqueme,
pues, a coordinar mejores preguntas, y, viendo que no se me ocurrían,
me puse a reflexionar. ¿Por qué había subido aquella mujer en el
primer relevo de tiro, y no desde Granada? ¿Era casada? ¿Era viuda?
¿Era...? ¿Y su tristeza? ¿Por qué causa?
Sin
ser indiscreto no podía hallar la solución de estas cuestiones, y
la viajera me gustaba demasiado para que yo corriese el riesgo de
parecerle un hombre vulgar dirigiéndole necias preguntas. ¡Cómo
deseaba que amaneciera! De día se habla con justificada libertad...,
mientras que la conversación a obscuras tiene algo de tacto, va
derecha al bulto, es un abuso de confianza... La desconocida no
durmió en toda la noche, según deduje de su respiración y de los
suspiros que lanzaba de vez en cuando... Creo inútil decir que yo
tampoco pude coger el sueño.
-¿Está
V. indispuesta? -le pregunté una de las veces que se quejó.
-No,
señor; gracias. Ruego a V. que se duerma descuidado -respondió con
seria afabilidad.
-¡Dormirme!-
exclamé.
Luego
añadí: -Creí que padecía V...
-¡Oh!
no..., no padezco -murmuró blandamente, pero con un acento en que
llegué a percibir cierta amargura.
El
resto de la noche no dio de sí más que breves diálogos como el
anterior. Amaneció al fin... ¡Qué hermosa era! Pero ¡qué sello
de dolor sobre su frente! ¡Qué lúgubre obscuridad en sus bellos
ojos! ¡Qué trágica expresión en todo su semblante! Algo muy
triste había en el fondo de su alma.
Y,
sin embargo, no era una de aquellas mujeres excepcionales,
extravagantes, de corte romántico, que viven fuera del mundo
devorando algún pesar o representando alguna tragedia... Era una
mujer a la moda, una elegante mujer, de porte distinguido, cuya menor
palabra dejaba traslucir una de esas reinas de la conversación y del
buen gusto, que tienen por trono una butaca de su gabinete, una
carretela en el Prado, o un palco en la ópera; pero que callan fuera
de su elemento, o sea fuera del círculo de sus iguales.
Con
la llegada del día se alegró algo la encantadora viajera, y ya
consistiese en que mi circunspección de toda la noche y la gravedad
de mi fisonomía le inspirasen buena idea de mi persona, ya en que
quisiera recompensar al hombre a quien no había dejado dormir, fue
el caso que inició a su vez las cuestiones de ordenanza: -¿Dónde
va V.? -¡Va a hacer buen día! -¡Qué hermoso paisaje!
A
lo que yo contesté más extensamente que ella me había contestado a
mí. Almorzamos en Colmenar. Los viajeros del interior y de la
rotonda eran personas poco tratables. Mi compañera se redujo a
hablar conmigo. Excusado es decir que yo estuve enteramente
consagrado a ella y que la atendí en la mesa como a una persona
real.
De
vuelta en el coche, nos tratábamos ya con alguna confianza. En la
mesa habíamos hablado de Madrid, y hablar bien de Madrid a una
madrileña que se halla lejos de la corte, es la mejor de las
recomendaciones. ¡Porque nada es tan seductor como Madrid perdido!
¡Ahora
o nunca, Felipe (me dije entonces). -Quedan ocho leguas Abordemos la
cuestión amorosa...