Miguel
Delibes
El
camino
capítulo I
Las
cosas podían haber sucedido de cualquier otra manera y, sin embargo,
sucedieron así. Daniel, el Mochuelo, desde el fondo de sus once
años, lamentaba el curso de los acontecimientos, aunque lo acatara
como una realidad inevitable y fatal. Después de todo, que su padre
aspirara a hacer de él algo más que un quesero era un hecho que
honraba a su padre. Pero por lo que a él afectaba...
Su
padre entendía que esto era progresar; Daniel, el Mochuelo, no lo
sabía exactamente. El que él estudiase el Bachillerato en la ciudad
podía ser, a la larga, efectivamente, un progreso.
Ramón,
el hijo del boticario, estudiaba ya para abogado en la ciudad, y
cuando les visitaba, durante las vacaciones, venía empingorotado
como un pavo real y les miraba a todos por encima del hombro; incluso
al salir de misa los domingos y fiestas de guardar, se permitía
corregir las palabras que don José, el cura, que era un gran santo,
pronunciara desde el púlpito.
Si
esto era progresar, el marcharse a la ciudad a iniciar el
Bachillerato, constituía, sin duda, la base de este progreso. Pero a
Daniel, el Mochuelo, le bullían muchas dudas en la cabeza a este
respecto. Él creía saber cuanto puede saber un hombre. Leía de
corrido, escribía para entenderse y conocía y sabía aplicar las
cuatro reglas. Bien mirado, pocas cosas más cabían en un cerebro
normalmente desarrollado.
No
obstante, en la ciudad, los estudios de Bachillerato constaban, según
decían, de siete años y, después, los estudios superiores, en la
Universidad, de otros tantos años, por lo menos. ¿Podría existir
algo en el mundo cuyo conocimiento exigiera catorce años de
esfuerzo, tres más de los que ahora contaba Daniel?
Seguramente,
en la ciudad se pierde mucho el tiempo —pensaba el Mochuelo— y, a
fin de cuentas, habrá quien, al cabo de catorce años de estudio, no
acierte a distinguir un rendajo de un jilguero o una boñiga de un
cagajón. La vida era así de rara, absurda y caprichosa. El caso era
trabajar y afanarse en las cosas inútiles o poco prácticas.
Daniel,
el Mochuelo, se revolvió en el lecho y los muelles de su camastro de
hierro chirriaron desagradablemente. Que él recordase, era ésta la
primera vez que no se dormía tan pronto caía en la cama. Pero esta
noche tenía muchas cosas en qué pensar. Mañana, tal vez, no fuese
ya tiempo. Por la mañana, a las nueve en punto, tomaría el rápido
ascendente y se despediría del pueblo hasta las Navidades. Tres
meses encerrado en un colegio.
A
Daniel, el Mochuelo, le pareció que le faltaba aire y respiró con
ansia dos o tres veces. Presintió la escena de la partida y pensó
que no sabría contener las lágrimas, por más que su amigo Roque,
el Moñigo, le dijese que un hombre bien hombre no debe llorar aunque
se le muera el padre. Y el Moñigo tampoco era cualquier cosa, aunque
contase dos años más que él y aún no hubiera empezado el
Bachillerato. Ni lo empezaría nunca, tampoco. Paco, el herrero, no
aspiraba a que su hijo progresase; se conformaba con que fuera
herrero como él y tuviese suficiente habilidad para someter el
hierro a su capricho. ¡Ése sí que era un oficio bonito! Y para ser
herrero no hacía falta estudiar catorce años, ni trece, ni doce, ni
diez, ni nueve, ni ninguno. Y se podía ser un hombre membrudo y
gigantesco, como lo era el padre del Moñigo. Daniel, el Mochuelo, no
se cansaba nunca de ver a Paco, el herrero, dominando el hierro en la
fragua. Le embelesaban aquellos antebrazos gruesos como troncos de
árboles, cubiertos de un vello espeso y rojizo, erizados de músculos
y de nervios. Seguramente Paco, el herrero, levantaría la cómoda de
su habitación con uno solo de sus imponentes brazos y sin
resentirse. Y de su tórax, ¿qué? Con frecuencia el herrero
trabajaba en camiseta y su pecho hercúleo subía y bajaba, al
respirar, como si fuera el de un elefante herido.
Esto
era un hombre. Y no Ramón, el hijo del boticario, emperejilado y
tieso y pálido como una muchacha mórbida y presumida. Si esto era
progreso, él, decididamente, no quería progresar. Por su parte, se
conformaba con tener una pareja de vacas, una pequeña quesería y el
insignificante huerto de la trasera de su casa. No pedía más. Los
días laborables fabricaría quesos, como su padre, y los domingos se
entretendría con la escopeta, o se iría al río a pescar truchas o
a echar una partida al corro de bolos.
La
idea de la marcha desazonaba a Daniel, el Mochuelo. Por la grieta del
suelo se filtraba la luz de la planta baja y el haz luminoso se
posaba en el techo con una fijeza obsesiva. Habrían de pasar tres
meses sin ver aquel hilo fosforescente y sin oír los movimientos
quedos de su madre en las faenas domésticas; o los gruñidos ásperos
y secos de su padre, siempre malhumorado; o sin respirar aquella
atmósfera densa, que se adentraba ahora por la ventana abierta,
hecha de aromas de heno recién segado y de resecas boñigas.
¡Dios
mío, qué largos eran tres meses! Pudo haberse rebelado contra la
idea de la marcha, pero ahora era ya tarde. Su madre lloriqueaba unas
horas antes al hacer, junto a él, el inventario de sus ropas.
—Mira,
Danielín, hijo, éstas son las sábanas tuyas. Van marcadas con tus
iniciales. Y éstas tus camisetas. Y éstos tus calzoncillos. Y tus
calcetines. Todo va marcado con tus letras. En el colegio seréis
muchos chicos y de otro modo es posible que se extraviaran.
Daniel,
el Mochuelo, notaba en la garganta un volumen inusitado, como si se
tratara de un cuerpo extraño. Su madre se pasó el envés de la mano
por la punta de la nariz remangada y sorbió una moquita. "El
momento debe de ser muy especial cuando la madre hace eso que otras
veces me prohíbe hacer a mí", pensó el Mochuelo. Y sintió
unos sinceros y apremiantes deseos de llorar.
La
madre prosiguió: —Cuídate y cuida la ropa, hijo. Bien sabes lo
que a tu padre le ha costado todo esto. Somos pobres. Pero tu padre
quiere que seas algo en la vida. No quiere que trabajes y padezcas
como él. Tú —le miró un momento como enajenada— puedes ser
algo grande, algo muy grande en la vida, Danielín; tu padre y yo
hemos querido que por nosotros no quede. Volvió a sorber la moquita
y quedó en silencio.
El
Mochuelo se repitió: "Algo muy grande en la vida, Danielín",
y movió convulsivamente la cabeza. No acertaba a comprender cómo
podría llegar a ser algo muy grande en la vida. Y se esforzaba,
tesoneramente, en comprenderlo. Para él, algo muy grande era Paco,
el herrero, con su tórax inabarcable, con sus espaldas macizas y su
pelo híspido y rojo; con su aspecto salvaje y duro de dios
primitivo. Y algo grande era también su padre, que tres veranos
atrás abatió un milano de dos metros de envergadura... Pero su
madre no se refería a esta clase de grandeza cuando le hablaba.
Quizá su madre deseaba una grandeza al estilo de la de don Moisés,
el maestro, o tal vez como la de don Ramón, el boticario, a quien
hacía unos meses habían hecho alcalde. Seguramente a algo de esto
aspiraban sus padres para él. Mas, a Daniel, el Mochuelo, no le
fascinaban estas grandezas. En todo caso, prefería no ser grande, ni
progresar. Dio vuelta en el lecho y se colocó boca abajo, tratando
de amortiguar la sensación de ansiedad que desde hacía un rato le
mordía en el estómago. Así se hallaba mejor; dominaba, en cierto
modo, su desazón. De todas formas, boca arriba o boca abajo,
resultaba inevitable que a las nueve de la mañana tomase el rápido
para la ciudad. Y adiós todo, entonces. Si es caso...
Pero
ya era tarde. hacía muchos años que su padre acariciaba aquel
proyecto y él no podía arriesgarse a destruirlo todo en un momento,
de un caprichoso papirotazo. Lo que su padre no logró haber sido,
quería ahora serlo en él. Cuestión de capricho. Los mayores
tenían, a veces, caprichos más tozudos y absurdos que los de los
niños. Ocurría que a Daniel, el Mochuelo, le había agradado, meses
atrás, la idea de cambiar de vida. Y sin embargo, ahora, esta idea
le atormentaba. Hacía casi seis años que conoció las aspiraciones
de su padre respecto a él. Don José, el cura, que era un gran
santo, decía, a menudo, que era un pecado sorprender las
conversaciones de los demás.
No
obstante, Daniel, el Mochuelo, escuchaba con frecuencia las
conversaciones de sus padres en la planta baja, durante la noche,
cuando él se acostaba. Por la grieta del entarimado divisaba el
hogar, la mesa de pino, las banquetas, el entremijo y todos los
útiles de la quesería. Daniel, el Mochuelo, agazapado contra el
suelo, espiaba las conversaciones desde allí. Era en él una
costumbre. Con el murmullo de las conversaciones, ascendía del piso
bajo el agrio olor de la cuajada y las esterillas sucias. Le placía
aquel olor a leche fermentada, punzante y casi humano. Su padre se
recostaba en el entremijo aquella noche, mientras su madre recogía
los restos de la cena. Hacía ya casi seis años que Daniel, el
Mochuelo, sorprendiera esta escena, pero estaba tan sólidamente
vinculada a su vida que la recordaba ahora con todos los pormenores.
—No,
el chico será otra cosa. No lo dudes —decía su padre—. No
pasará la vida amarrado a este banco como un esclavo. Bueno, como un
esclavo y como yo.
Y,
al decir esto, soltó una palabrota y golpeó en el entremijo con el
puño crispado. Aparentaba estar enfadado con alguien, aunque Daniel,
el Mochuelo, no acertaba a discernir con quién. Entonces Daniel no
sabía que los hombres se enfurecen a veces con la vida y contra un
orden de cosas que consideran irritante y desigual.
A
Daniel, el Mochuelo, le gustaba ver airado a su padre porque sus ojos
echaban chiribitas y los músculos del rostro se le endurecían y,
entonces, detentaba una cierta similitud con Paco, el herrero.
—Pero
no podemos separarnos de él —dijo la madre—. Es nuestro único
hijo. Si siquiera tuviéramos una niña. Pero mi vientre está seco,
tú lo sabes. No podremos tener una hija ya. Don Ricardo dijo, la
última vez, que he quedado estéril después del aborto. Su padre
juró otra vez, entre dientes.
Luego,
sin moverse de su postura, añadió: —Déjalo; eso ya no tiene
remedio. No escarbes en las cosas que ya no tienen remedio. La madre
gimoteó, mientras recogía en un bote oxidado las migas de pan
abandonadas encima de la mesa. Aún insistió débilmente: —A lo
mejor el chico no vale para estudiar. Todo esto es prematuro. Y un
chico en la ciudad es muy costoso. Eso puede hacerlo Ramón, el
boticario, o el señor juez. Nosotros no podemos hacerlo. No tenemos
dinero. Su padre empezó a dar vueltas nerviosas a una adobadera
entre las manos. Daniel, el Mochuelo, comprendió que su padre se
dominaba para no exacerbar el dolor de su mujer.
Al
cabo de un rato añadió: —Eso quédalo de mi cuenta. En cuanto a
si el chico vale o no vale para estudiar depende de si tiene cuartos
o si no los tiene. Tú me comprendes. Se puso en pie y con el gancho
de la lumbre desparramó las ascuas que aún relucían en el hogar.
Su madre se había sentado, con las bastas manos desmayadas en el
regazo. Repentinamente se sentía extenuada y nula, absurdamente
vacua e indefensa.
El
padre se dirigía de nuevo a ella: —Es cosa decidida. No me hagas
hablar más de esto. En cuanto el chico cumpla once años marchará a
la ciudad a empezar el grado. La madre suspiró, rendida. No dijo
nada. Daniel, el Mochuelo, se acostó y se durmió haciendo
conjeturas sobre lo que querría decir su madre, con aquello de que
tenía el vientre seco y que se había quedado estéril después del
aborto.
ACTIVIDADES
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cuánto duraban, con qué edad se iniciaban?
- 10¿Qué es un
boticario? ¿Cómo se suele decir hoy?
- 11¿Qué es un
mochuelo?
- 12 ¿Qué es
“empingorotado”?
- 13 ¿Cuáles son las
“cuatro reglas”?
- 14 Sinónimos de
LECHO, CHIRRIAR, FATAL, ESTUDIOS, ESFUERZO, PARTIDA.
- 15 Antónimos de
NUNCA, LLORAR, MEMBRUDO, GRUESO, IMPONENTE, TÓRAX,
TIESO
- 16 Sobre el autor:
época, lugares de su vida, oficios, obras.